Una invitación para conocer la historia del Galeón de Manila, su cultura y su impacto en Filipinas y en América.

jueves, 4 de abril de 2013

Gerónimo de Gálvez


(continuación)

Cuando llegaron a Manila ya estaba el Santa Rosa de Lima descargando. El espía fue inmediatamente a buscar a Gálvez y le relató toda su historia y el éxito de sus pesquisas. Gálvez le recomendó que siguiera fingiendo con don Sebastián, sin decirle sobre todo que él estaba allí. Para no correr el peligro de topar con su adversario en las calles y madurar bien su plan de venganza, no bajó un solo día a tierra y nombró gente que vigilara a su enemigo y al espía que lo había encontrado. 

   Acabado de descargar el galeón se acostumbraba llevarlo a los astilleros de Cavite para repararlo de todo a todo y limpiarle el casco. Gálvez pidió y obtuvo permiso para inspeccionar personalmente estos trabajos, así que zarpó con el galeón para Cavite, comisionando antes al espía para que en un día fijo, al caer la tarde, llevara allá a su enemigo con cualquier engaño. 

   El espía, ansioso de la recompensa ofrecida, no tardó en engañar al confiado don Sebastián para que fuera a Cavite, diciéndole que se podría arreglar un buen negocio de contrabando con uno de los oficiales que era amigo suyo y mandaba la guardia del Santa Rosa de Lima. Así, el día señalado, salió don Sebastián rumbo a Cavite, en una canoa con el espía que remaba. Ya de noche llegaron junto al galeón y subieron inmediatamente sobre cubierta. 


   En el barco no estaba más que Gálvez, pues se había dado maña para despachar a toda la guardia a pasar la noche en las tabernas y casas de juego de Cavite y los trabajadores ya se habían retirado. 

   Así, pues, no hizo don Sebastián más que poner los pies sobre cubierta cuando le salió al encuentro Gálvez, declarándole quién era. De la Plana comprendió la traición que le habían hecho y trató de fugarse, pero un certero puñetazo del piloto lo tendió sobre el puente. Entonces se llenó de miedo, pidió, rogó, ofreció, pero Gálvez estaba sordo a todo lo que no fuera su venganza. Levantando a don Sebastián hizo que el espía los amarrara, el uno al otro, de las manos izquierdas, de manera que don Sebastián no pudiera escapar, le dio una daga, tomó otra y lo invitó a pelear. 

   El miedo apenas si le permitía a de la Plana moverse; con la daga en la mano veía estúpidamente a Gálvez y musitaba palabras ininteligibles con las que pretendía pedir perdón. Gálvez, cegado ya por la cólera, le dio una puñalada ligera en el brazo, pero don Sebastián, presa de pánico, sólo acertó a cortar el lazo que lo unía con su enemigo y, tirando la daga, corrió a refugiarse en lo alto del mástil. Gálvez lo siguió con la daga ensangrentada entre los dientes, sin decir una palabra. Así pasaron de cordaje en cordaje, cada vez más cerca del perseguidor, cada instante más lleno de pánico el perseguido. 

   Por fin don Sebastián llegó al punto más alto del mástil, donde ya no podía huir ni avanzar. Hasta allí lo siguió Gálvez, la daga entre los dientes, los ojos fijos en su adversario, las manos crispadas sobre las cuerdas. Ya lo iba a alcanzar cuando un grito desgarró la noche silenciosa de Cavite. El espía, desde la cubierta, vio sobre el fondo claro del cielo cómo don Sebastián maromeaba en el aire, golpeaba en una antena y caía pesadamente sobre cubierta. 

   Con toda calma bajó Gálvez desde lo alto del mástil, la daga siempre en la boca. Cuando estuvo sobre el puente se acercó a su enemigo esperando encontrarlo muerto, lo volteó de cara al cielo y vio que aún vivía Por un momento pensó en rematarlo con la daga, pero cambió de ideas. Revisando al herido a la luz de una linterna que había acercado el espía, vio que tenía la columna vertebral rota y que estaba paralizado de la cintura para abajo. Gálvez guardó la daga y ordenó al espía que lo ayudara para transportar al herido a Manila. Tal vez por su mente cruzó la idea del perdón, pero fue más poderoso el recuerdo de la hermosa Solina y repitió la frase que había grabado sobre la tumba en Acapulco. 

   Ayudado por el espía bajó al inconsciente don Sebastián, lo acomodó en el bote mismo que había traído y, tomando los remos, llegó antes que amaneciera a Manila. Entre él y el espía arrastraron el cuerpo inanimado hasta un jacalón de la calle de la Rada, en el barrio de los criminales y allí lo dejaron en el suelo. Gálvez pagó espléndidamente los servicios de su espía y se quedó solo con su enemigo. 

   Cuando don Sebastián recobró el conocimiento vio a Gálvez frente a él; inmovilizado, lleno de terror, no se atrevía a hablar. Gálvez, al ver que había vuelto en sí, no le hizo daño alguno, se concretó a ponerle frente a los ojos un medallón en el que estaba una miniatura de la hermosa Solina y a sentarse frente a él, acechando su muerte. 

   El dolor que sufría don Sebastián era atroz y la sed llegó a atormentarlo en tal forma que, dominando su miedo, se atrevió a pedir un poco de agua, pero Gálvez, que sin moverse lo veía fijamente, no contestó una palabra. El mismo silencio le sirvió de respuesta cuando pidió un cirujano. Por fin, comprendiendo que todo era inútil y que su muerte era inevitable, pidió un confesor, pero Gálvez seguía inmóvil, sosteniendo la miniatura de la hermosa Solina frente a los ojos del moribundo. 

   Tres días duró esta escena terrible, durante tres días y tres noches Gálvez no se apartó un segundo de su enemigo y durante todo ese tiempo no habló una sola palabra, no hizo un solo movimiento más que mostrarle el retrato de Solina y acechar su muerte. Cuando ésta llegó, Gálvez se volvió a Cavite y los frailes de la Misericordia que encontraron el cadáver le dieron cristiana sepultura en un lugar oscuro. 

   Un mes después zarpó el Santa Rosa de Lima para Acapulco llevando como piloto a Gálvez. Éste era su último viaje y en Acapulco dejó para siempre la vida del mar y se le vio durante algún tiempo recorrer toda la Nueva España, vestido de penitente, visitando los santuarios, haciendo el bien, socorriendo pobres y regresando cada tres o cuatro meses a Acapulco a visitar la tumba de Solina. 

   Un amanecer los pescadores lo encontraron muerto sobre esa tumba con la miniatura en las manos y los buenos frailes de San Hipólito lo enterraron junto a la mujer que había amado

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Rafael Bernal. Material de lectura. El cuento contemporáneo 50, UNAM, Coordinación de Difusión Cultural, Dirección de Literatura, México, 2009. Selección y nota de Vicente Francisco Torres.,pp. 6-13. 

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