Una invitación para conocer la historia del Galeón de Manila, su cultura y su impacto en Filipinas y en América.

sábado, 30 de enero de 2010

El marino

Fernando Benítez escribe:

El marino es otro hombre. Sus piernas no están acostumbradas a la tierra firme sino al balanceo constante del mar, debe ser paciente y arrojado para afrontar las horas interminables del buen tiempo o de las calmas chichas y dar todo de sí en el huracán, en el asalto de los piratas, en el naufragio o en la guerra. Debe también ser casto y obedecer las órdenes de su capitán o de los pilotos. Cuando está en tierra y ha sufrido lo indecible no sporta la inmovilidad de las cosas y desea reembarcarse y navegar siempre a la búsqueda de lo ignoto o lo desconocido.
Sus recuerdos lo obsesionan. Acechaba la menor ocasón de emprender otro viaje y su tiempo le ofrecía grandiosas y repetidas oportunidades. Era cuestión de meter unos trapos, un devocionario en un saco y otra vez subir a su morada bamboleante. Esa era su casa y ninguna otra. La casa andariega de henchidos velámenes que lo llevará a la gloria o al infierno, a la riqueza, a la fama o al naufragio, al escorbuto y la muerte. Antes de embarcarse escribió su testamento. No tenía nada que heredar pero lo hacía pues era el ritual de la muerte anunciada. No importaba nada. El Plus Ultra, el más allá, era su escudo y su lema.
Durante esos 11 años había vivido en un paroxismo ajeno a la existencia regulada y monótona de los campesinos vasallos del rey, que nunca experimentaron la furia del océano vaciándose sobre sus cabezas ni el gozo de vencer al monstruo. Vivían todavía los viejos mitos de los héroes antiguos.
Cierto era que en Flandes, en Francia, en Italia peleaban y morían, pero eso se repetía siempre, porque estaban uncidos a guerras sin sentimiento. Lo irresistible, lo nuevo, lo nunca sufrido no gozado no estaba allí sino más allá de los mares. Urdaneta solo con una espada en la mano y algunos hombres se habían lanzado contra una muchedumbre de extraños seres, abriéndose a cuchilladas, cortando cabezas, hiriendo pechos y caras. Aún convertido en una llaga, cegado por el dolor, circundado de la granizada de plomo, nadaba como un loco y levantaba los brazos en demanda de auxilio.
Aquel perfume de las islas, la ardorosa pimienta, la dulce canela, el aroma de clavo, el bosque tropical y el hielo resplandeciente del estrecho, los días interminables perdidos en el azul infinito del océano, el peligro, se mezclaban adentro de su corazón insaciable y aún reclamaba más aventuras, más descubrimientos, más emociones violentas, mayor deseo de reactualizar lo ya pasado.
Los locos, los abrumados por esos sueños, siempe encontraban entonces a otros locos similares. El que ha vivido penetrado por una corriente de tensión ya no puede acostumbrarse a la grisura de lo cotidiano, a repetir siempre en paz costumbre de pastores o de campesinos.
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Fernando Benítez, La Nao de China. Ed. Cal y Arena, México 1989, pp. 32-33.

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